Jesús estaba expulsando a un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, el mudo empezó a hablar. La muchedumbre quedó admirada,
pero algunos de ellos decían: "Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.
Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: "Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra.
Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul.
Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces.
Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.
Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras,
pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.
El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.
PALABRA DEL SEÑOR (Benedicto XVI
papa 2005-2013 - Encíclica « Spe Salvi » § 30-31
« El reino de Dios ha llegado para vosotros »
Los tiempos modernos han hecho aumentar la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que, gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política científicamente fundada, parecía haber llegado a ser realizable. Así la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido remplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «Reino de Dios». He aquí, en fin de cuentas, lo que parecía ser la esperanza, grande y realista, de la que el hombre tenía necesidad; estaba en condiciones de movilizar -- por un cierto tiempo –- todas las energías del hombre... Pero con el curso del tiempo ha llegado a ser claro que esta esperanza se alejaba siempre más. Se han dado cuenta que era quizás una esperanza para los hombres de pasado mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el «esperar para todos» fuera parte de la gran esperanza humana -- en efecto, no puedo llegar a ser feliz contra los otros y sin ellos –- permanece cierto que una esperanza que no me concierne personalmente no es verdadera esperanza. Ha resultado evidente que se trataba de una esperanza contra la libertad... Tenemos necesidad de esperanzas –- de las más pequeñas o de las mayores -– que, día a día, nos mantienen en camino. Pero sin la gran esperanza, que debe sobrepasar el resto, no bastan. Esta gran esperanza no puede ser más que Dios sólo, que abrazo el universo y que puede proponernos y darnos lo que, solos, no podemos alcanzar. Precisamente, el hecho de ser gratificado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza–- no cualquier dios, sino el Dios que posee un rostro humano y que nos ha amado hasta el final (Jn 13,1) — a cada uno individualmente y a la humanidad entera. Su reino no es un más allá imaginario, colocado en un futuro que no se realiza nunca; su reino está presente allí donde es amado y donde su amor nos alcanza.
Abrazo y bendición!
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