lunes, 13 de mayo de 2024

HOMILÍA 50 AÑOS DEL ASESINATO DEL PADRE CARLOS MUGICA

 


En el año 2007, los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida, Brasil, 

escribían: “Seamos misioneros del Evangelio no sólo con la palabra sino sobre todo con 

nuestra propia vida, entregándola en el servicio, inclusive hasta el martirio”.1 

Hoy nos convoca recordar y hacer memoria agradecida de quien encarnó hace 50 

años esas palabras; el padre Carlos Mugica, sacerdote de Cristo, del clero de Buenos Aires, 

pastor de la Iglesia que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, jugándose por entero en la 

Argentina convulsionada y violenta de las décadas del sesenta y setenta. 

La primera lectura relata la ascensión del Señor, y cómo los discípulos permanecían 

con la mirada en el cielo mientras Jesús subía (Cfr. Hech, 1, 10). Nosotros no queremos 

permanecer con la mirada en el pasado rumiando nostalgia y melancolía; tampoco con la 

mirada empañada por ideologismos que sólo nos llevan a discusiones anacrónicas; ni con la 

mirada cargada de prejuicios y preconceptos, o con la mirada sesgada y parcial que nos hace 

creernos dueños de la verdad y medidores del profetismo de los demás. 

Queremos con los ojos limpios por las lágrimas de tanto llanto de nuestro pueblo por 

muchos fracasos, por promesas incumplidas y por una calidad de vida que se fue deteriorando 

a pasos agigantados a lo largo de estos cincuenta años, rezar juntos y hacerlo desde aquella 

oración de Mugica que conocemos y tiene aún tanta vigencia, “Meditación en la villa”, 

escrita por él en 1972. 


“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos, que parecen 

tener ocho años, tengan trece”. Señor, perdónanos porque cincuenta años después 

parecemos estar acostumbrados a que nuestros chicos y adolescentes mueran todos los días 

por la droga y el maldito paco que los consume, porque avanza la pandemia silenciosa del 

narcotráfico, que utiliza a los pobres como material de descarte, que promueve el sicariato, 

que seduce con dinero manchado de sangre a miembros del ámbito político, de la justicia y 

del mundo empresarial.2 En la Argentina de hoy siete de cada diez chicos son pobres; pibes 

con hambre revolviendo basura, chicos no escolarizados, o con una instrucción demasiado 

básica, no pudiendo leer de corrido o interpretar un texto. Porque como decía Pablo VI en 

1967, en la encíclica Populorum Progressio, un documento que influyó mucho en el padre 

Mugica y en toda la Iglesia de la época: la educación básica es el primer objetivo de un plan 

de desarrollo. Efectivamente el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre 

de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado. Saber leer y escribir, adquirir una 

formación profesional, es recobrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede 

progresar al mismo tiempo que los demás.


“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear por el barro; yo me 

puedo ir, ellos no”. Cincuenta años después seguimos chapoteando entre descalificativos y 

odios; chapoteamos en el barro de la corrupción; estamos acostumbrados a chapotear en el 

barro de los enfrentamientos constantes, mientras los más pobres siguen chapoteando en el 

barro de las calles de sus barrios sin asfalto y sin un plan de urbanización porque estamos 

asistiendo a la discontinuidad de políticas públicas de integración de barrios populares, que 

habían sido logradas con el consenso de gobiernos de distintos signos políticos y 

representantes legislativos.


“Señor, perdóname por haber aprendido a soportar el olor de las aguas servidas de 

las que me puedo ir y ellos no”. Cincuenta años después en muchos barrios se sigue viviendo 

entre las aguas servidas de no tener cloacas, con todos los riesgos que ello tiene en la salud y 

la calidad de vida de sus habitantes. Pero también nos hemos acostumbrado desde hace años 

a soportar la podredumbre de la inflación que es el impuesto de los pobres; y aguantamos el 

tufillo de dirigentes rápidamente muy ricos y gente trabajadora siempre muy pobre; hace rato 

que algo huele mal en la Argentina. La corrupción, el individualismo, el sálvese quien pueda, 

apestan, y casi que nos acostumbramos a vivir con esos males. 

“Señor, perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo”. 

Cincuenta años después vivimos encantados por las luces de la fama y del éxito pasajero; las 

luces engañosas que nos dejan un poco ciegos y encandilados para no ver lo que realmente 

hay que ver: a los hermanos que, en sus vidas, toda luz se apagó, porque se apagó la esperanza, porque se apagaron las ganas de seguir luchando; porque viven en la oscuridad de la tristeza, de la soledad y la injusticia.


“Señor, yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie hace huelga 

con su hambre”. Cincuenta años después, decimos con el Papa Francisco: Nos hemos 

acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos del 

descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el conformismo saciaría 

nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y la insensibilidad; nos hemos 

alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, 

encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la 

fraternidad.(…) Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros 

encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el 

descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en 

nuestro hogar.


“Señor, perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre” y no luchar con 

todo para que rescaten su pan”. Cincuenta años después, como servidores de la mesa 

compartida, queremos jugarnos la vida en el compromiso con los que menos tienen porque 

las injusticias sociales nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben 

compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta, 

incluyente, en la que no falte nadie, reafirmando la opción preferencial y evangélica por los 

pobres, comprometidos a defender a los más débiles, especialmente a los niños, enfermos, 

discapacitados, jóvenes en situaciones de riesgo, ancianos, presos, migrantes.


“Señor, quiero quererlos por ellos y no por mí”. Cincuenta años después queremos 

estar cerca de los más pobres como estuvo el padre Carlos, porque sólo la cercanía que nos 

hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus 

legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. No queremos tocar de oído; que los que 

sufren no sean objeto de nuestra caridad, sino sujetos protagonistas de sus vidas que no son 

rehenes de nadie, que no venden sus derechos y libertad por un bolsón de comida o una 

promesa electoral. 


“Ayúdame”. Así, sencillamente Carlos Mugica le pedía al Señor. Los sacerdotes para 

el tercer mundo que tanto lo conocían, decían en un documento del 20 de mayo de 1974: Su 

fe lo llevó a la experiencia frecuente y profunda de la oración; un aspecto que muchos de los 

que admiraban su actividad y simpatía, tal vez desconocieron; los largos ratos que pasaba 

frente al Sagrario en humilde y escondida oración. Cincuenta años después, en esta misa 

venimos a pedir ayuda a Dios, porque reconocemos, como Carlos lo hizo, nuestra fragilidad. 

No somos héroes. Somos hombres y mujeres de fe que queremos ser fieles al Evangelio; que 

no podemos sólo con nuestras fuerzas y, por eso, con el padre Mugica decimos: Ayudanos 

Señor, no nos sueltes de tu mano. Te necesitamos mucho. 


“Sueño con morir por ellos”; estas palabras se hicieron carne aquella trágica noche 

del 11 de mayo de 1974, cuando luego de beber la sangre del Señor en la celebración de la 

misa, su sangre corrió copiosamente en la vereda de la parroquia San Francisco Solano, 

prolongando el sacrificio redentor de su Maestro y Señor, como decía el padre Jorge 

Vernazza en la homilía de la misa de exequias. Su sangre derramada fue la consecuencia de 

un modo de vivir. Su sangre derramada llega a nosotros y nos interpela, nos cuestiona, nos 

anima a dar frutos y a entregarnos por el proyecto del Reino de Dios, proyecto de justicia y 

fraternidad, proyecto de amor y de paz. 


“Ayúdame a vivir para ellos”. Carlos Mugica vive en el corazón de su pueblo y nos 

enseña a dar la vida por los demás. ¡Cuántos padres dan la vida por sus hijos con pequeños 

gestos cotidianos de amor, amor que es gratuito porque no pide nada a cambio; cuántos en 

nuestra sociedad dan todos los días la vida por otros, trabajadores, docentes, personal de la 

salud y de fuerzas de seguridad, voluntarios en comedores, religiosos, cuidadores de 

enfermos y ancianos, etc. No serán tapa del diario, pero sabemos que son esos gestos 

cotidianos de darnos a los demás los que nos construyen como Nación. 

Carlos Mugica dio la vida por los más pobres y el Evangelio. Lo mataron porque 

sabían que su muerte provocaría una gran conmoción, y apostaban al caos que se cernía como una tormenta sobre los argentinos, que con los años quedaron afónicos de reclamar paz y 

libertad. Cincuenta años después prestamos nuestras voces para seguir reclamando por la paz 

y la justicia, convencidos que la violencia no es el camino. 


“Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz”, la hora de la luz es el instante 

inmediato posterior al momento más oscuro y tenebroso, el momento del asesinato, donde 

algunos pretendieron detener violentamente la causa y los ideales representados en el padre 

Mugica. Luego habrán comprobado lo ineficaz y contraproducente de su acción, porque la 

vida entregada y la sangre derramada de Carlos iluminaron para siempre el camino y son un 

faro en el seguimiento de Jesucristo. Una canción dedicada al padre Mugica dice: El que 

quiso luchar fácil, de las armas se valió. Carlos luchaba con hechos y una bala lo calló. 

Porque vivió entre los pobres como lo hizo Jesús, sé que nos encontraremos a la hora de la 

luz. 


Y al final de la “Meditación en la villa”, nuevamente, y desde lo más profundo de su 

corazón sacerdotal, el padre Carlos vuelve a decir al Señor: “Ayúdame”. Cincuenta años 

después, ayudanos Señor a no bajar los brazos, ayudanos a vivir como hermanos, ayudanos 

a construir una Argentina grande, una Patria de hermanos, ayudanos a no callar el anuncio 

del Evangelio, ayudanos a seguirte con fidelidad y valentía como el Padre Carlos Mugica, 

entregándonos hasta dar la vida. 

    




Mons. Jorge García Cuerva 

Arzobispo de Buenos Aires 

12 de mayo 2024

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