En el año 2007, los obispos latinoamericanos reunidos en Aparecida, Brasil,
escribían: “Seamos misioneros del Evangelio no sólo con la palabra sino sobre todo con
nuestra propia vida, entregándola en el servicio, inclusive hasta el martirio”.1
Hoy nos convoca recordar y hacer memoria agradecida de quien encarnó hace 50
años esas palabras; el padre Carlos Mugica, sacerdote de Cristo, del clero de Buenos Aires,
pastor de la Iglesia que entregó su vida por Jesús y el Evangelio, jugándose por entero en la
Argentina convulsionada y violenta de las décadas del sesenta y setenta.
La primera lectura relata la ascensión del Señor, y cómo los discípulos permanecían
con la mirada en el cielo mientras Jesús subía (Cfr. Hech, 1, 10). Nosotros no queremos
permanecer con la mirada en el pasado rumiando nostalgia y melancolía; tampoco con la
mirada empañada por ideologismos que sólo nos llevan a discusiones anacrónicas; ni con la
mirada cargada de prejuicios y preconceptos, o con la mirada sesgada y parcial que nos hace
creernos dueños de la verdad y medidores del profetismo de los demás.
Queremos con los ojos limpios por las lágrimas de tanto llanto de nuestro pueblo por
muchos fracasos, por promesas incumplidas y por una calidad de vida que se fue deteriorando
a pasos agigantados a lo largo de estos cincuenta años, rezar juntos y hacerlo desde aquella
oración de Mugica que conocemos y tiene aún tanta vigencia, “Meditación en la villa”,
escrita por él en 1972.
“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos, que parecen
tener ocho años, tengan trece”. Señor, perdónanos porque cincuenta años después
parecemos estar acostumbrados a que nuestros chicos y adolescentes mueran todos los días
por la droga y el maldito paco que los consume, porque avanza la pandemia silenciosa del
narcotráfico, que utiliza a los pobres como material de descarte, que promueve el sicariato,
que seduce con dinero manchado de sangre a miembros del ámbito político, de la justicia y
del mundo empresarial.2 En la Argentina de hoy siete de cada diez chicos son pobres; pibes
con hambre revolviendo basura, chicos no escolarizados, o con una instrucción demasiado
básica, no pudiendo leer de corrido o interpretar un texto. Porque como decía Pablo VI en
1967, en la encíclica Populorum Progressio, un documento que influyó mucho en el padre
Mugica y en toda la Iglesia de la época: la educación básica es el primer objetivo de un plan
de desarrollo. Efectivamente el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre
de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado. Saber leer y escribir, adquirir una
formación profesional, es recobrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede
progresar al mismo tiempo que los demás.
“Señor, perdóname por haberme acostumbrado a chapotear por el barro; yo me
puedo ir, ellos no”. Cincuenta años después seguimos chapoteando entre descalificativos y
odios; chapoteamos en el barro de la corrupción; estamos acostumbrados a chapotear en el
barro de los enfrentamientos constantes, mientras los más pobres siguen chapoteando en el
barro de las calles de sus barrios sin asfalto y sin un plan de urbanización porque estamos
asistiendo a la discontinuidad de políticas públicas de integración de barrios populares, que
habían sido logradas con el consenso de gobiernos de distintos signos políticos y
representantes legislativos.
“Señor, perdóname por haber aprendido a soportar el olor de las aguas servidas de
las que me puedo ir y ellos no”. Cincuenta años después en muchos barrios se sigue viviendo
entre las aguas servidas de no tener cloacas, con todos los riesgos que ello tiene en la salud y
la calidad de vida de sus habitantes. Pero también nos hemos acostumbrado desde hace años
a soportar la podredumbre de la inflación que es el impuesto de los pobres; y aguantamos el
tufillo de dirigentes rápidamente muy ricos y gente trabajadora siempre muy pobre; hace rato
que algo huele mal en la Argentina. La corrupción, el individualismo, el sálvese quien pueda,
apestan, y casi que nos acostumbramos a vivir con esos males.
“Señor, perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo”.
Cincuenta años después vivimos encantados por las luces de la fama y del éxito pasajero; las
luces engañosas que nos dejan un poco ciegos y encandilados para no ver lo que realmente
hay que ver: a los hermanos que, en sus vidas, toda luz se apagó, porque se apagó la esperanza, porque se apagaron las ganas de seguir luchando; porque viven en la oscuridad de la tristeza, de la soledad y la injusticia.
“Señor, yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie hace huelga
con su hambre”. Cincuenta años después, decimos con el Papa Francisco: Nos hemos
acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos del
descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el conformismo saciaría
nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y la insensibilidad; nos hemos
alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción,
encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la
fraternidad.(…) Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros
encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el
descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en
nuestro hogar.
“Señor, perdóname por decirles “no sólo de pan vive el hombre” y no luchar con
todo para que rescaten su pan”. Cincuenta años después, como servidores de la mesa
compartida, queremos jugarnos la vida en el compromiso con los que menos tienen porque
las injusticias sociales nos invitan a trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben
compartir la mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abierta,
incluyente, en la que no falte nadie, reafirmando la opción preferencial y evangélica por los
pobres, comprometidos a defender a los más débiles, especialmente a los niños, enfermos,
discapacitados, jóvenes en situaciones de riesgo, ancianos, presos, migrantes.
“Señor, quiero quererlos por ellos y no por mí”. Cincuenta años después queremos
estar cerca de los más pobres como estuvo el padre Carlos, porque sólo la cercanía que nos
hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus
legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. No queremos tocar de oído; que los que
sufren no sean objeto de nuestra caridad, sino sujetos protagonistas de sus vidas que no son
rehenes de nadie, que no venden sus derechos y libertad por un bolsón de comida o una
promesa electoral.
“Ayúdame”. Así, sencillamente Carlos Mugica le pedía al Señor. Los sacerdotes para
el tercer mundo que tanto lo conocían, decían en un documento del 20 de mayo de 1974: Su
fe lo llevó a la experiencia frecuente y profunda de la oración; un aspecto que muchos de los
que admiraban su actividad y simpatía, tal vez desconocieron; los largos ratos que pasaba
frente al Sagrario en humilde y escondida oración. Cincuenta años después, en esta misa
venimos a pedir ayuda a Dios, porque reconocemos, como Carlos lo hizo, nuestra fragilidad.
No somos héroes. Somos hombres y mujeres de fe que queremos ser fieles al Evangelio; que
no podemos sólo con nuestras fuerzas y, por eso, con el padre Mugica decimos: Ayudanos
Señor, no nos sueltes de tu mano. Te necesitamos mucho.
“Sueño con morir por ellos”; estas palabras se hicieron carne aquella trágica noche
del 11 de mayo de 1974, cuando luego de beber la sangre del Señor en la celebración de la
misa, su sangre corrió copiosamente en la vereda de la parroquia San Francisco Solano,
prolongando el sacrificio redentor de su Maestro y Señor, como decía el padre Jorge
Vernazza en la homilía de la misa de exequias. Su sangre derramada fue la consecuencia de
un modo de vivir. Su sangre derramada llega a nosotros y nos interpela, nos cuestiona, nos
anima a dar frutos y a entregarnos por el proyecto del Reino de Dios, proyecto de justicia y
fraternidad, proyecto de amor y de paz.
“Ayúdame a vivir para ellos”. Carlos Mugica vive en el corazón de su pueblo y nos
enseña a dar la vida por los demás. ¡Cuántos padres dan la vida por sus hijos con pequeños
gestos cotidianos de amor, amor que es gratuito porque no pide nada a cambio; cuántos en
nuestra sociedad dan todos los días la vida por otros, trabajadores, docentes, personal de la
salud y de fuerzas de seguridad, voluntarios en comedores, religiosos, cuidadores de
enfermos y ancianos, etc. No serán tapa del diario, pero sabemos que son esos gestos
cotidianos de darnos a los demás los que nos construyen como Nación.
Carlos Mugica dio la vida por los más pobres y el Evangelio. Lo mataron porque
sabían que su muerte provocaría una gran conmoción, y apostaban al caos que se cernía como una tormenta sobre los argentinos, que con los años quedaron afónicos de reclamar paz y
libertad. Cincuenta años después prestamos nuestras voces para seguir reclamando por la paz
y la justicia, convencidos que la violencia no es el camino.
“Señor, quiero estar con ellos a la hora de la luz”, la hora de la luz es el instante
inmediato posterior al momento más oscuro y tenebroso, el momento del asesinato, donde
algunos pretendieron detener violentamente la causa y los ideales representados en el padre
Mugica. Luego habrán comprobado lo ineficaz y contraproducente de su acción, porque la
vida entregada y la sangre derramada de Carlos iluminaron para siempre el camino y son un
faro en el seguimiento de Jesucristo. Una canción dedicada al padre Mugica dice: El que
quiso luchar fácil, de las armas se valió. Carlos luchaba con hechos y una bala lo calló.
Porque vivió entre los pobres como lo hizo Jesús, sé que nos encontraremos a la hora de la
luz.
Y al final de la “Meditación en la villa”, nuevamente, y desde lo más profundo de su
corazón sacerdotal, el padre Carlos vuelve a decir al Señor: “Ayúdame”. Cincuenta años
después, ayudanos Señor a no bajar los brazos, ayudanos a vivir como hermanos, ayudanos
a construir una Argentina grande, una Patria de hermanos, ayudanos a no callar el anuncio
del Evangelio, ayudanos a seguirte con fidelidad y valentía como el Padre Carlos Mugica,
entregándonos hasta dar la vida.
Mons. Jorge García Cuerva
Arzobispo de Buenos Aires
12 de mayo 2024
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