APRENDÍ - Pedro Aznar al cumplir 61 años.
MARAVILLOSO TESTIMONIO
Aquí estoy, casi treinta años después de los cuarenta más que me daba ni imaginando lo rápido que pasarían. Ahora pido treinta más porque el viaje lo vale, a pesar de las noches de insomnio, las pequeñas y grandes decepciones, las pinzas del dentista y el reggaetón.
Me preguntaba si habría aprendido algo para ese “entonces” que resulta ser hoy y me respondo que algo sí.
Aprendí que vivir con miedo, escondiendo el corazón o pendiente de agradar, es la mayor traición a la verdadera esencia; que aunque el esfuerzo por tomar el camino más largo y difícil sea agotador, es mucho mejor que morder el anzuelo de lo que te hipoteca el alma.
Aprendí que el amor no puede todo y que por mucho que se ame a veces hay que decir basta y cerrar la puerta de lo que no hace crecer o de lo que lastima; que la pasión que uno trajo al mundo es para darla a manos llenas a los otros, porque ahí está el brillo del espíritu en su plenitud, y que el que lo ostenta como lustre de su ego no entendió a qué vino.
Estos años trajeron angustias y desasosiegos, claro, aunque debo admitir que fueron menos que las alegrías, y que se alimentaron, siempre, de mi miopía, de los árboles que me tapaban el bosque.
Aprendí a ser solo y a estar solo, que no son lo mismo. Estoy solo desde que se fueron mis viejos, esa ancla bendita que lo hace a uno sentir que la gravedad es suficiente para mantener los pies sobre la tierra.
Soy solo ante mí y ante Dios (no importa cómo lo describa o sienta, porque también cambió cómo lo veo y vivo), y esa soledad de vivirme queriéndome (aunque siempre me reproche algo y me esté exigiendo cambios) me abre al otro, a quien no se puede ver cuando se está en guerra con uno mismo.
Aprendí que somos un puñado de aprendices en todo, pero que cuando tendemos la mano todo se multiplica para bien; que las convicciones hay que defenderlas con orgullo siempre y cuando hayamos revisado que aspiren al bienestar de todos, y aún así, dispuestos a volver al tablero una y otra y otra vez porque ninguna verdad es de acero ni ninguna posición debe volverse indiscutible.
Aprendí que lo que queremos puede tardar en llegar o no llegar a verlo nunca, pero que haberlo anhelado y trabajado incansablemente para hacerlo realidad es un sentido de la vida; que tratar de dejar este jardín más bello y fértil que como lo encontramos es una buena guía para andar el camino.
Aprendí de lo oscuro que me habita y a abrazarlo antes que negarlo, ya que ocultarlo siempre lleva a engendrar peores monstruos; que el miedo que me da, hoy, la muerte, es muy distinto, y no pasa por durar en el tiempo sino por la pena de que un día la posibilidad de descubrir y asombrarme y compartir termine, el dolor de una hoja en blanco que ya no se llenará de garabatos para comunicar cómo se ve desde aquí adentro.
Aprendí que hay gente a la que no le importa el otro porque no lo ve y que eso mismo le habilita los circuitos de la mezquindad más peligrosa. Ante eso me levanto y denuncio aunque yo mismo caiga, a veces, en la misma trampa.
Aprendí también a no vivir tan necesitado de respuestas, la juventud me vio pasar con un hambre insaciable de saber, como si hubiera una llave o un mapa del tesoro para encontrar el gran secreto y solo eso fuera a darme paz.
Hoy, con el caballo más manso, alcanzo a vislumbrar una verdad más humilde, más de día a día, más humana, una lucecita que dura lo que tenga que durar en uno, pero que compartida no se muere nunca: una verdad de mi mano en tu mano, de mis ojos enlazados con los tuyos, de poema que danza, de música que sueña, de vino que transmuta una verdad de beso de buenas noches, de caricia a un animal que duerme, de barricada a la injusticia, de canto de amor para la Tierra.
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