Homilía con motivo del entierro de los sacerdotes Gabriel y Carlos (Última homilía de Angelelli)
22 de julio de 1976.
Mis queridos hermanos y amigos: vamos a seguir rezando, como lo venimos haciendo desde que desaparecieron nuestros hermanos sacerdotes, pastores de Jesucristo, en este noble y sufrido pueblo de Chamical, elegido y probado, señalado como fiel testigo, testimonio vivo de la muerte de estos dos hermanos. (…)
Antes de proseguir tengo que dar cumplimiento a lo que se me ha pedido, no como una cosa externa; debo comunicar a la diócesis las condolencias que hemos recibido. Una de ellas proviene de parte de todo el episcopado argentino, y me la hace llegar mi hermano, el cardenal Primatesta, presidente de la conferencia episcopal argentina. Todos los obispos hubieran deseado estar presentes, como el mismo nuncio apostólico, representante del Papa en la Argentina. Los obispos no pueden hacerlo en este día, porque la comisión ejecutiva del episcopado tiene una entrevista con el excelentísimo señor presidente de la nación.
El segundo telegrama proviene del señor nuncio apostólico del Santo Padre, monseñor Pío Laghi; y el tercero del arzobispo de Santa Fe, monseñor Vicente Zazpe. La sola lectura de estos mensajes nos habla de la adhesión de toda la Iglesia argentina, del representante del papa y de la comisión ejecutiva, y nos explican por qué no están concelebrando y presidiendo -como lo harían con gusto- esta eucaristía, en la despedida de Carlos y Gabriel.
Esto también tiene que hacernos pensar. No es algo de Chamical, no es algo de La Rioja. Es de la patria, es algo de toda la Iglesia argentina, es de todos. Yo diría: de creyentes y no creyentes. ¡Nos toca a todos! (…)
¡Cómo quisiera decir a los que les quitaron la vida, a los que prepararon el crimen, a los que lo instigaron: abran los ojos, hermanos! Si es que se dicen cristianos, ¡abran los ojos ante el sacrilegio que se ha cometido, ante el crimen que se ha cometido! (…)
Por nuestro corazón, porque llevamos en la raíz la inclinación al pecado, al mal, a veces nos convertimos a lo que es malo como si eso fuese una cosa buena. Y no nos damos cuenta de que el corazón se nos pudre, apesta, hace daño. En cambio, ¡qué estupendo es cuando el corazón humano está lleno de la palabra de Dios, lleno del Señor y de todo lo que él inspira y nosotros acogemos!
Pero los hombres llevamos todo esto en vasos de barro. ¡Miren aquí las pruebas de cómo llevamos este tesoro en vasos de barro! Somos frágiles: ¡también nos pueden quitar la vida por Jesucristo! Y nuestros cuerpos tenemos que guardarlos en una caja y hasta soldarla antes de tiempo, porque se descomponen. Y sin embargo, por pura misericordia de Dios, ellos fueron ministros de Jesucristo, pastores del Chamical. (…)
Estamos doloridos, profundamente doloridos, pero no somos locos. Porque gracias a Dios somos normales, y ¡cómo no vamos a llorar al que es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, afecto de nuestro afecto, miembro de nuestra familia, hijo del cuerpo de Cristo, parte de su pueblo, testigo de su Iglesia! ¡Cómo no los va a llorar Chamical! (…)
La primicia de la sangre sacerdotal ha sido vertida en esta comunidad y en esta tierra de Los Llanos: véanla con ojos de fe, no la miren con ojos de rencor ni de resentimiento. Doloridos, con lágrimas, sí, pero con ojos de fe. (…)
Este pueblo, como cualquier otro del país, necesita pastores que sigan haciendo lo que Carlos y Gabriel hicieron hasta ahora, y por lo que murieron. Y también para las religiosas es una bendición su muerte. Ellos, hermanas, han entregado la vida, no por tontos, ni por cándidos, sino por la fe, por servir, por amar, para que nosotros entendamos qué es servir, qué es amar, qué es no ser tontos.
No hay ninguna página del evangelio que nos mande ser tontos. Cristo nos enseña a ser humildes como la paloma y astutos como la serpiente; nos manda tomar la cruz de cada día y seguirlo; nos manda que nos gocemos en la persecución; nos manda ser mansos de corazón, y tener alma y corazón de pobres; él nos manda buscar a los más necesitados porque son los privilegiados del Señor, y no rechazar a nadie, porque suya es la respuesta para todos los hombres y para todo hombre, aunque se quiera dudar de esta verdad. “Todo hombre es mi hermano”: esto es el evangelio, aunque se puedan mofar de él. (…)
Hermanos míos, yo los invito a que oremos por los que mataron a Carlos y a Gabriel, sin que nos interesen ni las siglas ni los nombres. Lo repito, no tenemos ni los ojos ni los oídos cerrados; tenemos la inteligencia normal de todo ser humano, o sea, que si hay que saber y podemos conseguir elementos y estar así en condiciones de informar a quien se debe, vamos a hacerlo. Pero también nos preguntamos: ¿hay acaso hermanos nuestros que pueden imaginar o pensar o programar violencias, y hay otros que las ejecutan? ¿Y es posible que coincidan? (…)
¡Qué difícil es ser cristiano! Porque al cristiano se le exige perdonar. Si se nos dijera: “No tenemos que perdonar; esto no es cristiano, no es siquiera humano matar sacerdotes”, responderíamos sin vacilar: el cristiano tiene que perdonar a todos. Pero otra cosa es aprobar los errores y otra aún no trabajar para evitar que estas cosas sucedan.
Pero al responsable su conciencia ha de decirle seguramente: «¡Vos lo hiciste!» Y no sé cómo puede dormir y, si está casado, cómo puede darle un beso a su mujer y a sus hijos. No lo entiendo desde la fe, y ni siquiera humanamente, en este y en otros casos… No entiendo como esos hombres pueden tomar a sus semejantes y, diciéndose cristianos, despedazarlos y triturarlos como al trigo para hacer pan, por más que esta vez les haya salido pan bendito. ¿No se acuerdan que Tertuliano dice que la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos? Así, los mismos verdugos son instrumentos, en cierta manera, para el bien, para que surja una comunidad fuerte en la fe, en la esperanza y en el amor. (…)
Señor, permite a Gabriel y a Carlos que desde el cielo sacudan los corazones de sus asesinos, para que no sigan haciendo lo que están haciendo. Gabriel y Carlos: como obispo, yo tengo mucho que agradecerles a ambos. ¡Muchas gracias! Amén.
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