Por Ana María Fernández, hma
anamferma@gmail.com
Me llamo Ángela Vallese. Nací en enero de 1854 en un pueblito del Monferrato, en el norte de Italia. No sé cómo estaban las estrellas ese día, pero yo debo decir que nací bajo el signo de María. Ella me marcó para toda la vida y guió mi camino.
Una vez, yo tendría 7 u 8 años, vinieron unos misioneros a la parroquia. No recuerdo lo que dijeron, pero aún siento la llama que se me encendió dentro. Don Bosco era muy conocido en el pueblo. Yo ya era más grande cuando oí decir que en un pueblo no tan lejano había abierto una casa para religiosas que se dedicaban a las chicas. Me dije: “ese es mi lugar. Allí me quiere el Señor”. Mi familia me apoyó y, en 1875, me fui a Mornese. La Madre Mazzarello me recibió con los brazos abiertos. Cuando llegué los Salesianos estaban por partir para la Argentina. Y otra vez la llama me bailó dentro. Dos años más tarde se empezó a hablar de la partida de las Hijas de María Auxiliadora, y yo con 23 años, me ofrecí. Me eligieron junto con otras cinco para ir a Uruguay.
Zarpamos de Génova en 1877 junto con un grupo de salesianos. Llevábamos dos hermosos cuadros de María Auxiliadora, uno para nosotras, las de Montevideo y el otro, precedió la próxima fundación de Buenos Aires. Yo tendría que ser la superiora, pero iba confiada, en Mornese sabíamos que la verdadera superiora ¡es la Virgen!
En Montevideo estuve poco tiempo, pero a esa casa de Villa Colón siempre le tuve un gran cariño. Llegaba la hora de ir a la Patagonia, y por segunda vez, me tocó comenzar de nuevo. Mi llama interior brillaba con más fuerza: sentía que aquel sería mi lugar. Tres de nosotras cruzamos el Río de la Plata y pocos días después partimos del puerto de La Boca. El 20 de enero de 1880 desembarcamos en Carmen de Patagones. La Madre Mazzarello me había escrito: “ánimo, está alegre, y no tengas un corazón pequeño, sino un corazón generoso, grande y sin temores…”.
La pequeña población, a orillas del río Negro, estaba formada por inmigrantes y algunos indígenas que se acercaban a comerciar. Empezamos con la catequesis y en marzo con la escuela. El Evangelio fue creciendo en estas tierras y a su tiempo dio frutos maduros de santidad juvenil.
Poco después pasamos a Viedma, la ciudad había sido designada capital de la Patagonia y monseñor Cagliero tenía allí la sede de su Vicariato Apostólico. Un día el padre Fagnano nos trajo cuatro indiecitas huérfanas. Habían matado a sus padres y tenían mucho miedo. Las tratamos con cariño, respetamos sus tiempos y una de ellas hasta pudo ir a conocer a Don Bosco y al Papa. Viajamos juntas a Italia. Después ya no regresamos más a Viedma sino al extremo Sur. Para mí, era comenzar de nuevo por tercera vez.
Llegamos a Punta Arenas en diciembre de 1888. Nos recibieron con alegría, pero el viento era cosa seria, ¡casi no podemos bajar del barco! Me tocó de nuevo ser la superiora. Luego, con monseñor Fagnano, fuimos fundando misiones en la Isla Dawson, en la Tierra del Fuego. Finalmente llegamos hasta las Islas Malvinas, un mundo muy diverso.
Los años pasaban y yo sentía disminuir mis fuerzas. En 1913 debía ir a Nizza para participar en el Capítulo General. ¡Hacía casi 25 años que había llegado a Punta Arenas y llevaba 35 de misionera! Quedaba atrás tanta vida, tanta semilla esparcida, tanta oración y sacrificio.
Allá en mi patria, pasé un año tranquilo. A causa de mi salud, las superioras prefirieron que no regresara. Mi corazón y las cartas volaban con frecuencia a Punta Arenas, hasta que mis fuerzas no resistieron más. Desde Nizza partí para la casa del Paraíso el 17 de agosto de 1914, a un año de haber vuelto a Italia. Allí descubrí que mi llama brotaba del Corazón de Dios.
BOLETÍN SALESIANO DE ARGENTINA – JULIO 2024
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