Repasar el currículum del diácono permanente y delegado de Medios de Comunicación del arzobispado de Barcelona, Ramón Ollé Ribalta, es casi una proeza. Nacido en la Ciudad Condal en 1950, este ingeniero técnico de Telecomunicaciones ha desarrollado gran parte de su trayectoria profesional como directivo internacional de primer nivel en compañías del sector tecnológico. Por ello, ha cursado y obtenido diversas titulaciones de postgrado en Marketing, Recursos Humanos y Retail en diferentes universidades americanas. También estudió Teología y ha sido profesor universitario.
PREGUNTA: Con todo este proceso vital, ¿cómo descubre uno la vocación a un ministerio un tanto desconocido como el diaconado permanente?
RESPUESTA: Debo decir que, en mi caso, ni en mi vida profesional ni en mi vida de católico formaba parte de ninguna asociación, de ningún grupo, de ninguna tendencia. Actuaba siempre con el convencimiento de aquello en lo que creía y, en muchos momentos, manteniendo firme mi barca contra el viento de todo lo que nos ocurre en la vida. Pero debo reconocer, al meditar sobre ello, ahora que ya estoy jubilado, que mi despacho profesional se convertía muchas veces en un lugar de confidencias, preguntas y dudas, ante mi propia sorpresa. Empleados próximos y distantes planteaban la necesidad de ayuda para temas de familia, hijos, necesidad económica, desavenencias matrimoniales, y el largo etcétera que condiciona la vida ordinaria de cualquier persona en su día a día. Nunca cerré las puertas a poder ayudar, al menos desde mi punto de vista, a muchas de las cuestiones que requerían ayuda. Y esto que ocurrió en los despachos de la empresa, también sucedió en las aulas de la universidad. Terminaba muchas veces las clases de ingeniería y proyectos y, después de ellas, abordaba preguntas de estudiantes ya maduros en sus últimos años de carrera, para poder dar respuesta a muchas de sus inquietudes. Un problema era recurrente: ¿cómo un técnico que está toda la vida en lo técnico puede creer en Dios? Cuando hoy lo repienso, creo que ya apunté en aquel momento un servicio diaconal al que estamos llamados como bautizados.
P.- En su proceso personal, con formación en campos muy diversos y variados, ¿cuál es el factor determinante para dar el paso y pedir la admisión a este ministerio?
R.- Descubrí en esta época la posibilidad de devolver todo lo que había recibido mediante un servicio sencillo como el de ser diácono. Debo decir que me resistí mucho, pues me costó entender que yo podía estar llamado a esta vocación. Que al final el Señor llama a quien quiere y esta llamada no podía ser descuidada de ninguna manera. Me rendí ante una evidencia: que si yo daba un primer paso y un obispo me llamaba, realmente se cumpliría la vocación y, tras cinco años de espera, fui ordenado. El hecho de ordenarme acrecentó en mí el deseo de formación, que he ido cumpliendo a lo largo de los años, para prepararme en diversos campos de la teología, la historia, la arqueología, el arte y la liturgia. Me formé por curiosidad, por profundidad, por la ilusión de conocer… En estos últimos años, simplemente he reglado estos estudios para poder garantizar mi formación y mis conocimientos. Pero uno descubre, al final, que solo un buen argumento no es suficiente porque muchas veces la solución a muchos problemas vitales está en ser capaces de dar un abrazo a todos aquellos que se acercan, por sufrimiento o por alguna necesidad.
Al servicio de la Iglesia
P.- Ahora mismo, ¿qué misión tiene encomendada propiamente como diácono permanente?
R.- Mi misión en la Curia de Barcelona, como director de la Oficina de Comunicación y Relaciones Institucionales, comenzó en el año 2012 y fui ordenado diácono en noviembre de 2013. Desde la ordenación, seguí asignado como delegado y se me encardinó también al servicio de una pequeña parroquia en el barrio de Sant Gervasi de Barcelona, muy activa, viva y con una gran relación comunitaria. Ahí empieza la misión que el cardenal Lluís Martínez Sistach me encomendó: mantener mi trabajo voluntario en la Curia y la asignación en la Parroquia de Núria. Más tarde, en 2015, el cardenal Juan José Omella me ratificó y, en 2019, se me asignó como diácono titular de la catedral. La ordenación de diácono representó un cambio notorio.
En primer lugar, porque pude descubrir en las relaciones parroquiales un clima de confianza, amistad y una cierta complicidad que abrió formas de comunicación muy sinceras. Este período ayudó a consolidar los servicios ministeriales a los que está llamado el diaconado. El servicio de la palabra ha servido durante todo este tiempo para proclamar el evangelio, hacer mistagogía de las celebraciones, preparar niños para la comunión, preparar la formación prematrimonial, predicar en los tiempos fuertes y abrir diálogos con los feligreses. Un segundo aspecto, el de la caridad, hace comprender y vivir las necesidades de muchas pobrezas ,que no son simplemente materiales, sino que en muchos casos afectan de una forma aguda a las personas: la soledad, la vejez, la enfermedad, la vida en los asilos, los matrimonios separados, las dificultades espirituales del sustento de la fe en momentos vitales duros y tantas formas de pobreza que requieren siempre de una escucha atenta, paciencia, amor por los que tienes delante y la ayuda espiritual o material que pueda sustentarles en su estado de abandono o de soledad. Una caridad que un diácono debe “saber llevar” con modestia y buen tino para convertirse en un ministerio cercano al dolor. Tercero, el servicio a la liturgia, que es lo que yo llamo la “guinda sobre el pastel”, debe ser tratado y cuidado con el amor a un servicio discreto y bien hecho. El diácono no es protagonista de los sacramentos en los que participa, sino que debe entender muy bien, como decía el papa Benedicto XVI, que solo estamos “delante del protagonista” que no es otro que el Señor y que lo tenemos delante como el Cristo crucificado presidiendo todo acto litúrgico. La pasión por celebrar los bautizos con alegría y humildad, la participación en los funerales desde el reconocimiento lo más profundo de nuestra fe, que el Señor vive, que resucitó y que somos salvados. Tantas palabras de consuelo y de esperanza repetidas en los tanatorios… y tantos momentos donde una señal de la cruz sobre una frente, una bendición sobre una imagen, un cuidado especial en estar en el altar y ese segundo plano que todo diácono debe mantener para ser fiel a su ministerio. Lo importante para mí fue descubrir que poder compartir y participar en las fiestas litúrgicas era la forma más bonita de estar presente en el “Monte Tabor”.
Aceptar y compartir
P.- ¿Qué lugar ocupa la familia en el proceso de discernimiento?
R.- Sería imposible ejercer el ministerio diaconal sin un consenso familiar, que implica no solo aceptación, sino también la capacidad de compartir muchos momentos y aceptar que, tras tantos servicios, un diácono permanece en servicio las 24 horas del día, los 365 días del año. No es un ministerio parcial, el de un cura reducido, no es un complemento ceremonial. Es un ministerio que siempre mira alrededor y está atento al servicio y a la ayuda, a las sorpresas de cada día, poniendo planificaciones y agendas en segundo plano. La familia es también un lugar de maduración en la vida y en la fe. Es un referente de vida cristiana en el mundo y en la Iglesia. El diácono permanente debe dar pruebas de su madurez por su propia vida y la experiencia acumulada en una relación familiar con esposa e hijos. Estas vivencias propias del entorno familiar son el recurso más importante para ejercer en toda su capacidad el ministerio y sostenerse en las complejas situaciones del mundo de hoy. El diácono permanente, así formado, se convierte en un servidor que puede comprender y abrazar el ambiente y la forma de actuar en el mundo actual. La familia es para él el sustento de su día a día y de su propia madurez, una garantía de que sus vivencias y su conocimiento ayudan a ejercer el ministerio de una forma abierta y comprensiva.
P.- Podría parecer que una parte de su desempeño pastoral podría desarrollarlo sin estar ordenado diácono, ¿qué aporta en este sentido la gracia del ministerio?
R.- Sin duda, una parte del desempeño pastoral puede ser desarrollada sin estar ordenado. Muchos de estos servicios diaconales los efectúan los laicos o los deberían efectuar, porque estamos llamados al servicio desde el bautismo, porque nos llaman al servicio después de cada misa cuando podemos ir en paz. Ese saludo nos recuerda que aquello que hemos celebrado en el altar nos da la fuerza para dar testimonio de ello frente al mundo.
Sin embargo, la ordenación aporta con su gracia una forma de entender este servicio. Ante todo, porque es un servicio que Jesús nos recuerda en los evangelios: “Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”
Este sentido de hacerlo en el seguimiento de Cristo y con la visión puesta en el mensaje del Señor da una forma de actuar desde el corazón, añadiendo fundamentalmente el amor en cada acto ministerial. Y esto es algo que se entiende fácilmente. Yo puedo realizar algunas de las funciones de un diácono sin estar ordenado, pero la gracia recibida en la ordenación aporta una nueva luz, una nueva comprensión, una entrega plena, una aproximación más sólida. No en vano, la gracia actúa a través del ministerio.
P.- ¿Qué podría esperar la Iglesia del próximo Sínodo de la Sinodalidad en lo que al diaconado permanente se refiere?
R.- El papa Francisco ha remarcado muy bien, en sus diversos encuentros con diáconos en Roma, ante la Curia y en el Sínodo de la Sinodalidad, la revalorización y la comprensión del diaconado como ministerio ordenado. Del Sínodo espero, por lo menos, tres cosas: primero, que se llegue a comprender en toda la estructura de la Iglesia que el diaconado forma parte del orden en su grado y en sus ‘munías’ peculiares y, por tanto, es un servicio ministerial al lado de los más necesitados, de la palabra y de la liturgia comunitaria. Segundo, que se haga hincapié en que el diaconado no pertenece ni puede ser considerado una minusvalía: no somos “medio sacerdotes” ni “monaguillos de lujo”, sino que el rol del diácono debe ser el de establecer puentes y caminos entre el mundo civil y la Iglesia, entre lo profano y lo sagrado, entre las dificultades de la vida y los caminos de esperanza, porque justamente para eso se establece el orden de los diáconos. Y tercero, espero que se abra un camino de acción fuerte para una plena colaboración con los diáconos como personas maduras y responsables que, trabajando en equipo y mirando en la misma dirección a la que mira la Iglesia, trabajen con libertad y con eficacia al servicio de lo que les es propio en tanto que diáconos en su especificidad ministerial, y aportando dedicación y conocimientos específicos en muchas áreas de gestión de las comunidades.
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