Un Día del Diácono muy especial
El sábado 10 es la fiesta de San Lorenzo, diácono y mártir y por eso es el “Día del Diácono”. El año pasado, ese día me encontró en Termas de Río Hondo y, como ya conté alguna vez, en ausencia de ministros ordenados, celebré La Palabra en el templo parroquial. Esta vez como dice una canción de Alejandro Sanz, me tomó esta fecha con “el corazón partío”. Por un lado, estaba invitado en la mañana del sábado, a la ordenación diaconal de Juan Taborda y dos compañeros suyos (Oscar y Roberto) en Gregorio de Laferrere, sur del Gran Buenos Aires. A la misma hora en la capilla del Monasterio de Santa María de Los Toldos, se celebraban las exequias del Padre Héctor Lordi, queridísimo monje, instrumento del cual se valió Dios para que me empezara a abrir camino hacia el diaconado.
Invocando al Espíritu Santo, le pedí permiso a “Tito” y nos fuimos con Susana a acompañar al futuro diácono y su familia.
El vínculo con Juan nació de un modo muy particular: En plena pandemia, allá por diciem bre de 2020, nuestro amigo escuchó por “Radio María” a “Juanjo” Santander dialogando con un diácono que contaba su llamado y experiencia en el ministerio recibido. Juan, que ya tenía un hermoso camino recorrido sirviendo a sus hermanos en la Acción Católica, la pastoral familiar y en el ministerio de música entre otras cosas, sintió esa tarde que el corazón se le llenaba de hormigas y la cabeza de preguntas. “¿Me estará pidiendo algo más el Señor?”. Aquel diácono parlanchín era este servidor. Me buscó en las redes sociales, me encontró y escribió. Creo haberle dicho lo mismo que el padre “Tito” me sugirió cuando llegué un día al Monasterio buscando señales para el camino: “Andá a charlarlo con tu familia y tu obispo”. Después, mi oración fue contribuyendo a que la huella hacia el diaconado permanente se ahondara en su espíritu. Cuando recibí la invitación para su ordenación, comprendí que allí debía estar. En el día de San Lorenzo nos dimos el primer abrazo personalmente. Luego estuve ahí, reviviendo, con cada momento de la misa de consagración, nuestra propia ordenación. Lo vi postrado a Juan junto a sus compañeros y el magnífico coro cantando las letanías y sentí que todos los santos estaban ahí intercediendo por los tres y por todos los que ya dimos el paso, entre ellos el santito recién llegado de Los Toldos a la tropa celestial. Las manos de su obispo sobre sus cabezas, la oración de consagración en la que todos pedimos que el Espíritu Santo imprimiera la marca del servicio a fuego vivo en esos corazones. Cuando les fueron entregados los Santos Evangelios escuché de nuevo aquello que llevo escrito en un papelito dentro de mi billetera para no olvidarlo nunca: “Cree lo que lees, enseña lo que crees, practica lo que enseñas”. Y yo que llegué a la Catedral Cristo Rey pleno de gozo, decidido a disfrutar de cada momento sin nada de qué inquietarme en cuanto a la siempre compleja liturgia de una ordenación, de pronto una nube de preocupación me achicó el jolgorio interior: el “maestro de ceremonia” me dijo en voz baja con la Misa en marcha, que estaba designado para proclamar el Evangelio. Un inmerecido honor sí, jugarreta callada de quien me invitó pero que hizo que mis manos empezaran a transpirar. La cosa es que de pronto me encontré delante del obispo Jorge Torres Carbonell pidiéndole la bendición. Me imagino que habrá dicho para sus adentros: “¿Y hasta de donde lo sacaron?”. Después supe del cariño que le tiene la gente a quien, según me contó mi párroco, le llaman afectuosamente “Poroto”; un hombre de Dios con su corazón fogueado en la religiosidad popular, cercano y afectuoso que antes de pastorear la diócesis a su cargo fue rector de dos santuarios tan caros al pueblo argentino como San Cayetano en Liniers y la Basílica de Luján.
Fue hermoso conocer a la esposa de Juan y sus tres hijas, misioneras en su parroquia; muy lindo también fue conocer a su mamá que tanto oró, según él contó, cuando en los años juveniles se desvió del camino de Cristo que ella le inculcó. Como a San Agustín, las lágrimas y la oración de su madre, lo parieron también en cierto modo como diacono. Vi el cariño de la gente para el servidor ordenado, todos pidiéndole su bendición, la foto, el abrazo.
Después de compartir una mesa fraterna de sanguchitos riquísimos y algunas bebidas, auxiliados por el GPS emprendimos el regreso con mi compañera. ¡Teníamos que estar ahí y estuvimos!
Me pareció ver que “Tito” Lordi también levantaba su pulgar desde allá donde quisiéramos estar algún día. Sé que bastará simplemente haber comprendido aquello que decía Chiara Lubich: “cada ser humano ha sido creado como don para mí para que yo sea un don para los demás”. Hacernos regalo para los demás como lo es, ahora “ensillado” con el diaconado, un tal Juan Taborda, al que lo verán por las calles de González Catán, su comunidad, bendiciendo, animando, haciéndose pan para los suyos.
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